De buenas intenciones

Dice Dante que “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”, y la sabiduría popular agrega con énfasis que no hay comedido que salga bien. Será que desde que el hombre decidió vivir en sociedad, siempre se desconfió de la ayuda desinteresada, las buenas intenciones o directamente de la buena fe del otro.

A veces pienso que tanta desconfianza, lejos de ayudarnos a estar prevenidos, nos lleva a vivir metidos en nuestro micromundo, sin pensar que puede haber alguien merecedor de nuestra buena voluntad o de nuestra ayuda. Ayuda que aunque por definición siempre sea desinteresada, hoy en día vemos claros casos donde se parece más a un intercambio de favores.

Las buenas intenciones son escasas, pero no por eso tenemos que descartarlas. La cuestión es distinguir, hecho que no es sencillo de por sí. Distinguir quienes se encargan de ver tramas donde no las hay. Pero también distinguir quienes se encargan de armar tramas en medio de situaciones tan simples, que no requerirían la intervención de nadie más que él o los involucrados.

La línea entre uno y otro, es demasiado delgada.

El canto de la sirena

Cuenta la leyenda que las sirenas son seres mágicos: mitad mujer, mitad pez, dueñas de una voz dulce capaz de cantar las más hermosas melodías y una sonrisa sin igual, capaz de encantar al más incrédulo.

Pero es ese mismo encanto natural, el que hace que las sirenas sean capaces de enloquecer a aquel navegante que tenga el infortunio de escuchar su canto. Y así, llevarlo al naufragio.

Lejos de la leyenda, en el día a día, todos nos enfrentamos a las sirenas. Ya sea un negocio irresistible, un supuesto amor, o la dulce sensación de estar frente a la respuesta a todas nuestras preguntas.

Tantas veces una situación se viste como favorecedora para luego demostrarnos que está muy lejos de serlo, y muy cerca de llevarnos al naufragio.

Lo preocupante es que aun yendo a la deriva, la fuerza del canto de la sirena puede ser tal, que somos incapaces de escuchar otras voces de alerta.

Todos hemos escuchado el canto de la sirena alguna vez. Por eso está en nosotros detectarlo a tiempo.

Brillar

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

—El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

El Mundo – Eduardo Galeano


Como miembros de la sociedad, formamos parte de diversos grupos, grandes, chicos, homogéneos y heterogéneos. Grupos al final.

Llama mi atención que en ciertos grupos la mediocridad, ser uno más del promedio, no llamar la atención y ainda mais, suele estar mejor ponderado que destacarse, ser único, o simplemente brillar.

El brillo es objeto de la más dura crítica, porque es muy fuerte, porque es diferente, porque no es bueno para los demás, porque hubiera sido mejor de otra forma, o porque es brillo lisa y llanamente.

No busco ni cuestionarme si los que condenan a los que brillan lo hacen porque tienen miedo de ser opacados por ese brillo, si es que son mediocres y tienen miedo, o si simplemente no saben como interpretarlo y se asustan. Lo que últimamente sí me estoy cuestionando, es por qué es tan frecuente que esto pase. Ver como no se pondera la innovación, no se da ánimo a quien trata de mejorar, o directamente se incentiva quedarse en el rebaño.

Me niego a aceptar eso. Me niego a restar para evitar que otros sumen. Me niego a condenar el brillo, o no ver otro brillo que no sea el propio.

El brillo puede enceguecer al principio, pero luego suma y nos permite avanzar.

El síndrome del final feliz

Tengo que reconocer que sufro del síndrome del final feliz, y creo que no soy la única. Los síntomas son sencillos de detectar: inmediatamente que conozco a un hombre con quien me gustaría entablar una relación, empiezo a imaginarnos juntos. Mi mente forma todo tipo de imágenes: imágenes de salidas, imágenes bajo las sábanas, imágenes de viajes juntos, por qué no.

Siempre en busca del preciado final feliz, como en los cuentos de hadas.

Si el éxito me acompaña y se da el primer encuentro, y ese viene precedido por otros, muchas veces se concretan las imágenes en pro del final feliz.

Otras el síndrome del final feliz condiciona las relaciones y terminamos decepcionadas de aquellas que no se comportan como un cuento de hadas moderno.

Pero el síndrome existe, y no creo ser la única que lo padece.

De amenazas y oportunidades

Es increíble como en un segundo puede cambiar todo lo planificado, o esperado, o simplemente deseado. A veces por obra del azar, otras por la voluntad ajena, y otras por motivos que desconocemos. Pero lo sí conocemos es que las circunstancias son otras. Radicalmente diferentes.

Al principio asusta, lo queremos negar, no lo aceptamos, y hasta nos peleamos con la realidad. O simplemente queremos correr, desaparecer, hacer de cuentas que nada pasó.

Pero esa realidad austera está ahí: dura, inmóvil como una piedra, sin ninguna intención de ceder.

Es ahí cuando tenemos dos opciones, o seguimos escondiéndonos o aprovechamos la situación. Dicen los chinos toda crisis encierra una oportunidad, por eso lo representan con el mismo ideograma.

Cada amenaza se puede convertir en una oportunidad. Está en nosotros tomar el cincel, dar lo mejor de nosotros mismos y aprovechar la oportunidad dejando nuestra huella.

Sincronicidad

En mi afán de entender e interpretar el mundo que me rodea, hay situaciones que no puedo explicar por una relación causa efecto. Ni siquiera puedo concebir que sean una casualidad, porque parecen estar directamente ligadas con otras situaciones pero aun así, no son su conclusión.

Sin ser su defensora a ultranza, tengo que reconocer que ciertas situaciones solo las puedo explicar por la sincronicidad, por esos eventos que están vinculados entre sí de manera acausal.

¿Cuántas veces pensamos en alguien con tanta fuerza y minutos después no llama por teléfono o lo cruzamos en la calle? ¿Cuántas veces extrañamos tanto a alguien que estamos convencidos que ese alguien también nos extraña?

Lo último que se pierde

“Lo último que se pierde es la esperanza” – Dicho popular

Por mucho tiempo pensé que la esperanza era la respuesta para muchas situaciones adversas. Ante un camino difícil o un objetivo que se vuelve esquivo, nos reconfortamos recordando que lo último que se pierde es la esperanza.

Esa frase parece ser la excusa ideal para continuar creyendo en amor imposible, mantener con vida una relación que claramente no funciona, o salvaguardar una situación que, si bien sabemos que no nos conviene, guardamos la esperanza que cambie como por arte de magia.

Con el tiempo me volví un poco escéptica, o tal vez más pragmática, pero a veces preferiría no creer en la esperanza como un valuarte de los sueños. Después de todo, si la esperanza es el consuelo del que sufre, como dice la Real Academia, debería ser lo primero que se pierda.

Ojalá fuera más fácil distinguir cuando vale la pena mantener la esperanza y cuando es mejor, dejarla ir. Ojalá fuera más fácil saber con exactitud cuando llega el momento de dejar de luchar contra los molinos de viento.